lunes, 19 de mayo de 2014

Javier Sáez de Ibarra y su "Bulevar"


Bulevar. Javier Sáez de Ibarra (Páginas de Espuma)
 
Leo estos días los relatos de “Bulevar”, de Javier Sáez de Ibarra y me encuentro con su complejidad y una riqueza de planos y ángulos que lo vuelven (afortunadamente) irreductible para el lector o crítico que pretendiese “cosificarlo”, extraer una esencia o latido único, o fijarlo en el corcho, ya sin vida, después de su captura y clasificación tranquilizadora en un expositor que se cierra con llave. Es de justicia, pues si en algo se afana este autor es en huir de los cerramientos y las cerrazones. Sáez de Ibarra deja que te asomes a sus detalladas y perfiladas historias y que saques, como en la vida misma, tus propias conclusiones y diversas lecturas. Entre otras cosas porque aquí se trata a menudo con largas incomprensiones de la vida y miradas lúcidas que implican y conllevan sentimientos (interpretables). De entre todas las propuestas que el autor hace en esta colección, me encuentro con cuatro cuentos que son para mí extraordinarios, no sólo por su capacidad de conmover e incluso conmocionar al lector, sino también por el ángulo austero, tranquilo y visionario desde el que se nos desgranan estas historias y se atiende (a) y reproduce la realidad cotidiana. Se trata de “Fuerza”, “La reina”, “Termina primero” y, por último, esa joya lograda e impecable que lleva por título “El señor Remáser”. En él, a Sáez de Ibarra le basta con situarnos ante la figura de un padre ingresado en el hospital tras una repentina dolencia cardiaca, ante el anciano de la cama vecina y la visita de los dos hijos del primero, para instalarnos en el curso auténtico de la realidad y de lo que pueden dar de sí existencias que se viven a menudo como fallidas.
J. S de Ibarra sabe establecer dialécticas fuertes entre hombres débiles, o mejor: entre hombres y mujeres como cada uno de nosotros, atrapados a menudo en nuestro propio carácter, con sus debilidades y obstinaciones. A veces se trata –como en “Termina primero”- de un profesor y un alumno en un violento malentendido de instituto, otras veces de los dos buenos amigos de “Fuerza”, tan unidos como separados por un secreto y un favor impagable que se guarda con celo hasta convertirse en elemento tóxico. “La reina” nos sitúa, como en sordina, pero de modo magistral, ante la irresoluble incomunicación entre un padre y un hijo. Y, al hacerlo, parece hablarnos a cada uno de nosotros de las incesantes tentativas vanas de entenderse y de franquear la opacidad de unos progenitores encerrados, como “carceleros de sí mismos” en sus propias evidencias y terquedades innegociables. No es casual que se emplee la imagen del ajedrez, pues en el fondo se trata de una partida en tablas, cuyo tablero acumula polvo de años, y que nadie -ni con las mejores intenciones- puede desbloquear.
Sáez de Ibarra sabe dar cuenta del discurrir minucioso e inaprensible de acontecimientos y sentimientos que con frecuencia nos sobrepasan o forman parte de un bulevar que se fragmenta y deforma a nuestro humano y modesto paso, porque no hay significado único, ni la vida es una calle de trazado perfecto.

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